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Juan con suerte
Juan había servido siete años a su amo, por lo que terminó su tiempo de trabajo y decidió regresar a su casa con su madre. El amo le pago con un pedazo de oro tan grande como la cabeza de Juan por haberlo servido fiel y honradamente; Juan sacó su pañuelo del bolsillo, envolvió en él el oro y, cargándoselo al hombro, emprendió el camino a su casa.
Mientras andaba, vio a un hombre montado en un hermoso caballo, que avanzaba alegremente a un trote ligero. Juan cambió su pedazo de oro por el magnifico animal. El jinete ayudó a Juan a montar, y le dijo: - Si quieres que corra, sólo tienes que chasquear la lengua y gritar "¡hop, hop!" El caballo empezó a trotar, y antes de que Juan pudiera darse cuenta, había sido despedido de la montura y se encontraba tendido en la zanja que separaba los campos de la carretera. El caballo se había escapado de no haberlo detenido un campesino que pasaba por allí conduciendo una vaca. Juan se incorporó y platicando con el campesino le cambió el caballo por la vaca, más tarde cuando trató de ordeñar la vaca, no pudo hacerle salir ni una gota de leche.
En ese momento pasaba un carnicero con un cerdo que acepto cambiarle por la vaca. Más adelante se le acercó un muchacho que llevaba bajo el brazo una hermosa oca blanca. Juan le cambió el cerdo por la oca blanca siempre pensando en lo afortunado que había sido en sus cambios anteriores. Mientras Juan, libre ya de angustia, seguía hacia su pueblo con la oca debajo del brazo. -"Si bien lo pienso - iba diciéndose -, salgo ganando en el cambio. En primer lugar, el rico asado; luego, con la cantidad de grasa que saldrá, tendremos manteca para tres meses; y, finalmente, con esta hermosa pluma blanca me haré rellenar una almohada, en la que dormiré como un príncipe. ¡No se pondrá poco contenta mi madre!”
Al pasar por el último pueblo se topó con un afilador que iba con su torno y, haciendo rechinar la rueda, cantaba: -"Afilo tijeras con gran ligereza. Con él Juan hizo su último cambio, le dio la oca por una piedra de amolar y otra para golpear y enderezar los clavos viejos y torcidos. Llévatela y guárdala cuidadosamente le dijo. Pero Juan se detuvo a descansar junto a una fuente y al beber un buen trago de agua fresca hizo un falso movimiento y, ¡plum!, las dos piedras se cayeron al fondo. Así Juan se libró de las dos pesadísimas piedras que tanto le estorbaban. - ¡En el mundo entero no hay un hombre más afortunado que yo! - exclamó entusiasmado. Y con el corazón ligero, y libre de toda carga, reemprendió la ruta, no parando ya hasta llegar a casa de su madre.
Fragmento de la obra “Había una vez” Autor: Hermanos Grimm.